A medida que se pone de manifiesto la forma de actuar de la mayoría de los políticos (los que son de pura raza, tal como se autodefinen) y entiendes su áurea, la sorpresa y la perplejidad van en aumento. Resulta difícil comprender cómo en el mundo de la política se permiten comportamientos y decisiones que en la familia, en la empresa o en cualquier otra organización social, serían del todo inviables.

En la política se ha instalado una forma de actuar, contraria a cualquier norma de convivencia: se engaña de forma descarada como si fuera lo más normal; la mentira está a la orden del día y se repite hasta pretender que se convierta en verdad; se insinúa, se murmura, se calumnia con demasiada frecuencia; la corrupción, la traición a la palabra dada, la toma de decisiones a sabiendas que están mal tomadas, se repiten una y otra vez; se practica el servilismo como norma de conducta; se pierde el criterio propio e, incluso, se anula la personalidad; el ansia de poder y el afán del dinero pasan por encima de cualquier otra consideración; se compran todos los medios que sean necesarios para lavar la imagen; se olvida el bien común y el servicio público, a costa de buscar la propia ambición personal.

¿Sería posible desarrollar este “modelo” de comportamiento en el mundo de la empresa?

Parece imposible. Todas las normas que existen en la empresa, los códigos de conducta, las políticas de actuación, los valores, la formación, etc., van justo en sentido contrario. Los criterios estrictos de selección, los sistemas de evaluación del comportamiento, de preparación profesional, de cumplimiento de objetivos, de control económico, de comportamiento social, de desarrollo de los valores en el marco de su propia cultura, las reglas del juego para la promoción y la retribución, el trabajo en equipo… todo ello pretende crear un ambiente de profesionalidad, de rigor y de comportamiento ético, que potencien la excelencia profesional y unas normas de conducta acordes con la misión de la empresa. En caso contrario dejaría de existir.

Resulta fácil de adivinar cuál sería el destino de un alto directivo de empresa que no se ajustara a esta conducta. Que diga una cosa y haga justo lo contrario, que mienta, que no responda de sus actos, que no controle los gastos, que no dé cuentas a nadie, que se corrompa fácilmente por dinero o poder… Está claro que no duraría mucho tiempo.

Ahora bien, si por una situación excepcional se librara de ser despedido y se volviera a presentar a una reelección en la Junta General, a pedir a los accionistas que vuelvan a elegirle para seguir gestionando su patrimonio, ¿qué pasaría? Esta es la situación que se repite en la política una y otra vez.

Sería más que razonable que alguien explicara por qué no se debe exigir lo mismo a los políticos en el desempeño de unas funciones de la más alta responsabilidad social y política que gestionan el dinero que no es suyo y lo hagan de manera sobria, eficiente y responsable, y lo devuelvan a la sociedad en servicios básicos de formación, salud, convivencia y bienestar social. Es de toda lógica tener mecanismos de control eficaces que permitan valorar el comportamiento de los políticos.

¿Acaso tienen una bula especial aquellos que desempeñan la máxima responsabilidad del Estado y del Gobierno en España, y gestionan miles de millones de euros?

Los criterios de selección, el control de la gestión económica y la exigencia de responsabilidades deben ser los pilares en los que se asienta una verdadera democracia. No es de extrañar el éxito que están consiguiendo algunos políticos que, apoyados en criterios propios de la gestión de empresas, actúan con plena transparencia en defensa de las libertades individuales y devuelven la ilusión al ciudadano. Cuando aparece una figura de esa talla, hay que cuidarla, protegerla y promocionarla por el bien de todos.


¿Qué es neddux?

Autor

Sandalio Gómez, Profesor Emérito del IESE Business School.